jueves, 30 de octubre de 2008

LA MANADA (3)





ALFA:

La manada tiene un líder claro, el macho Alfa, que se aparea con la hembra Alfa. Estos lobos mantienen la obediencia afirmándose continuamente sobre sus subordinados, especialmente sobre sus crías, hasta la madurez. Los alfa son normalmente adultos maduros y pueden mantener su posición por varios años en una misma manada. Por debajo de estos líderes se sitúa el macho beta, que sólo muestra obediencia a los jefes.

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La primera experiencia social de los adolescentes suele ser en la pandilla. “La Colla” en Cataluña, o la cuadrilla en el País vasco, son nombres recurrentes para definir el primer embrión de organización autogestionada juvenil, que cumple la función recreativa y educativa que los padres, haciendo dejación de sus funciones dejaban en aquellos tiempos al libre albedrío de sus hijos.

En mi caso la pertenencia al grupo era una necesidad acuciante en un entorno claramente hostil. Acabábamos de mudarnos al barrio de Santa Rosa, mi familia aunque devino a peor fortuna después de la guerra, provenía de una de las familias de la alta burguesía de Barcelona, y nuestro encaje en el barrio fue algo traumático para todos. El abuelo, un industrial textil, se arruinó unos años antes de que yo naciera, y mi padre aunque muy joven, dejó sus estudios en el internado de La salle Bonanova para ponerse a trabajar y pagar parte de las deudas familiares. Aunque nunca conocí los “tiempos felices”, siempre me pregunté como pudo dilapidarse una fortuna semejante y cuales fueron los inconfesables motivos que permitieron que una parte de la familia que había celebrado las ceremonias de puesta de largo de sus hijas en los salones del Hotel Ritz, pasara a vivir arrendada en un pequeño piso de 60 metros de un barrio obrero en el cinturón industrial; mi padre nunca habló del tema, solo una in disimulable melancolía se traslucía tras aquellos ojos cansados. Nosotros quizás éramos los únicos catalanes del barrio, yo con modales de señorito, y con aquella ingenuidad de los niños bien, me convertía en extremadamente vulnerable dentro de un barrio de supervivientes, de chicos criados en la calle desde temprana edad. Una presa fácil.

Pepe fue quien me introdujo desde niño en su pandilla, quizás la más patética banda de zarrapastrosos de la ciudad. Pronto la desconfianza inicial hacia alguien como yo, con una educación distinta y una lengua extraña, se convirtió en afecto y en algunas ocasiones aquellos chicos buscaban en mí un referente a quien imitar; uno nunca sabe como elige a sus amigos, o si realmente el azar es quien adjudica a cada cual su manada, en nuestro caso, una extraña cadena de acontecimientos hicieron que nuestras vidas se unieran para casi toda la vida. Al margen de Pepe “ rompetechos”, la formaban Miguel “ el tuerto”, por el parche que llevaba en las gafas para corregir un problema de ojo vago, aunque siempre habíamos creído que el problema tenía una magnitud que no se limitaba al órgano visual, Raúl y Pedro dos gemelos idénticos cuyo ceceo les marcó con el apodo de “Zipi y Zape”, y Manolo “ el del bombo”, cuyo apodo le venía dado por ser hijo de la señora Purificación, costurera del barrio, viuda desde que perdió a su marido víctima de una extraña enfermedad poco después de nacer Manolo, o al menos eso les contaba ella a las vecinas, aunque las malas lenguas decían que era una madre soltera abandonada por su novio cuando quedó en estado.

Aquella calurosa mañana de Julio mientras fumábamos a escondidas en el descampado, vimos a un chaval acercarse.


.- Hola tíos ¿me dais un piti?


Tendría un par de años más que nosotros, delgado como un clavo, de pequeños y penetrantes ojos oscuros y cara marcada por el acné, nos miraba de forma desafiante mientras Pepe, servicial, le alargó el paquete de celtas cortos. Apenas le miró, encendió el cigarrillo y dirigiéndose a mí espetó:


.- Hace tiempo que os observo chavalitos, creo que es hora que tengáis un jefe.


Su mirada era desafiante pero tranquila, mientras absorbía el humo del cigarrillo mantuvo un silencio que se hizo eterno. Solo yo hice ademán de contestarle, pero algo me impedía articular una frase coherente.


.- Me llamo Edu, perdonad la broma pero soy nuevo en el barrio y me apetecía conocer a alguien.


Respiramos aliviados, nunca un solo muchacho había creado tal estado de confusión en nuestro grupo, pero a pesar de las reservas iniciales le aceptamos como un más. A partir de ese instante aquella mirada intrigante y dominadora empezó a adueñarse de nuestras vidas y Edu pronto se convirtió en “el jefe”.

martes, 28 de octubre de 2008

LA MANADA (2)





OMEGA.


Lobos Omega. El lobo de rango mas bajo se conoce como Omega, puede ser una hembra o un macho o varios de ellos que parecen ser maltratados por otros miembros de la manada. Estos lobos muchas veces evaden a los otros miembros y en algunos casos pueden ser emboscados si tratan de acercarse. Los lobos omega sirven un importante propósito al absorber la agresividad de la manada y manteniendo el balance en ésta. Su sumisión se demuestra por medio de lenguaje corporal.

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.- ¿Tío, te la estás cascando o qué? llevas una hora en el water, acaban de hacer sonar la campana y nos llaman a clase.

Pepe acabó siendo mi mejor amigo, a veces un poco pesado, pero fue hasta el final alguien en quien confiar, nos conocíamos desde que mis padres se vieron obligados por las circunstancias a alquilar un piso en Santa Rosa, nosotros nos mudamos al bloque C noveno derecha cuando yo apenas había cumplido los tres años, y él vivía en el noveno izquierda. Fuimos juntos al parvulario de la señorita Beatriz, y nuestras familias solían salir al campo los domingos donde disfrutábamos todos de la sufrida paella en un pequeño bosque cercano. Su padre era el vigilante de la fábrica de tejidos donde trabajaba el mío, y su madre una santa que dedicaba su vida a la atención de los dos Pepes (así se llamaba también el padre) y sus seis hermanos; pobres como ratas, incluso más que nosotros, si es que ello era posible, pero conformaban una de aquellas familias extrañamente felices en unos tiempos muy difíciles.

Pepe no era precisamente un superdotado; bajito, miope y un poco patoso, de hecho en clase todos le llamaban Rompetechos, pero era un tipo entrañable, capaz de meterse en líos inimaginables y casi siempre víctima de las bromas más crueles; un día recuerdo que unos chicos del colegio le encerraron en la pequeña taquilla de la ropa y le soltaron dentro una culebra que habían cazado en un descampado, sus gritos de pánico y las risas de los demás cuando le sacaron completamente meado fueron objeto de comentarios jocosos durante años en el barrio.

La noche de San Juan de 1966 encontraron a su padre muerto de un disparo con su escopeta de caza, se había suicidado en la garita de la fábrica, nadie oyó el disparo confundido con el ruido de los petardos. Dias después se comentaba en el barrio que hacía tres años había contratado un seguro de vida por importe de cien mil pesetas, dejando como beneficiarios a su mujer y a los hijos. Durante el entierro Pepe se acercó a mí y con los ojos inundados de lágrimas me pidió perdón por haberme fastidiado el domingo. A partir de ese instante supe que sería mi mejor amigo, en aquellos tiempos, qué poco imaginaba yo cuanto le acabaría debiendo, fue el apoyo en los momentos complicados, el hombro en quien lloré tantas noches, mi confidente, el único que lo supo siempre y quien guardó celosamente el secreto que acabaría por destruirnos.

lunes, 27 de octubre de 2008

LA MANADA.




PREÁMBULO.

Todo empezó hace tanto tiempo que la búsqueda de recuerdos se convierte en una fatigosa tarea, minucioso trabajo de arqueología personal en las profundidades de la memoria de un viejo. El barrio de viviendas de Santa Rosa, situado en las afueras de una ciudad dormitorio del cinturón industrial de Barcelona, era un conglomerado de edificios construidos a principios de los años cincuenta con el fin de absorber las sucesivas oleadas de inmigrantes, andaluces principalmente, que llegaban a Cataluña atraídos por su dinamismo industrial, y por la creciente necesidad de mano de obra en las fábricas de la recuperada burguesía catalana. Enormes bloques de cemento y obra vista de más de diez pisos, de diminutas ventanas con tendederos repletos de ropa y comadres asomadas charloteando con sus vecinas, por donde salían aromas de pucheros y cocidos que combinados daban como resultado un olor penetrante que me acompañaría el resto de mi vida. Las calles eran un espacio asfaltado delimitado en el mejor de los casos por estrechas aceras, salpicado por una plaza en la que los jubilados y desocupados recién llegados compartían los bancos, y un descampado que un grupo de niños aprovechaba para jugar al fútbol entre piedras, cristales rotos y un desvencijado colchón que hacía las veces de improvisado banquillo de suplentes. Las pocas tiendas que ocupaban los bajos de los bloques de pisos, compartían el protagonismo comercial con los numerosos bares y bodegas de nombres tan poco originales como indicativos del origen de sus propietarios -Taberna Andaluza, Bodeguilla Gaditana, o Bar Rute-.

Fue dentro de este último donde la vi por primera vez, una amalgama de parroquianos se prestaba diariamente a consumir las pocas horas de asueto ante una mesa de cartas, o fumando en la soledad de la barra mientras contemplaban las voluptuosas formas de Loli, la hija del dueño del local. “La Loli” era una muchacha cordobesa de 15 años, que había llegado con sus padres hacía poco al barrio, una morena de bandera, de ojos verdes como la botella de Pippermint de la estantería, que aparentaba más edad de la que realmente tenía, y a la que la vida había obligado a crecer deprisa entre borrachos y jugadores. Como la mayoría de los chicos de Santa Rosa, nunca terminó el colegio; su padre la puso detrás de aquella barra con apenas trece años, y ella poco a poco se fue convirtiendo en la musa que inspiraría el lienzo de mi existencia. Cada mañana al dirigirme a la escuela, pasaba ante la puerta del Bar Rute, y asomaba de forma tímida la cabeza para verla, Loli desde la barra me dedicaba a veces una sonrisa pícara que después yo recordaba en el lavabo del colegio mientras me entregaba a la práctica onanista matutina previa a la clase de manualidades…