sábado, 2 de agosto de 2008

EL BOSQUE DE LOS OGROS



Hoima escuchó ruido en el exterior de la casa donde vivía con su familia, aquella madrugada. Un grupo de más de veinte hombres armados, entraron en la vivienda y separaron a las mujeres de los hombres; su padre y hermanos fueron sacados al exterior y tiroteados junto al pequeño huerto familiar, su hermana y su madre violadas y asesinadas ante sus ojos por una turba de hombres poseídos por el alcohol y la guerra. A ella, una niña de apenas 8 años la secuestraron para ser utilizada como esclava en un destacamento rebelde cerca de la frontera Ugandesa. Hoima recordó aquel viejo cuento que le contó la madre Dominique en la misión católica, y para recordar el camino de su aldea cogió un puñado de piedras que fue soltando desde lo alto del camión militar hasta que se terminaron unos kilómetros después.

La vida de Hoima, junto a otras 5 niñas secuestradas en su misma aldea se convirtió en un pequeño infierno cotidiano, cocinaba, lavaba la ropa de más de 200 hombres, limpiaba los fusiles, cargaba cajas de munición en las largas marchas… otros niños de más edad eran instruidos en el manejo de las armas y tras ser sometidos a una programación para matar, convertidos en bestias asesinas. Cual absurda cenicienta intentó por todos los medios encontrar ese hada madrina que convirtiera aquellas calabazas que los hombres traían a veces requisadas de pequeños campesinos, en carrozas, y las ratas del almacén de provisiones en caballos que la sacaran de allí, pero toda esperanza era en vano, nunca acudió en su ayuda ningún príncipe, y los largos años iban transcurriendo en aquel cochambroso campamento; solo el recuerdo de los cuentos de Sor Dominique le abstraía de tanta miseria y dolor.

Una noche después de beberse unas cajas de whisky que habían robado en el poblado, un grupo de hombres y muchachos la emborracharon y se la llevaron a un bosque cercano, fue violada por todos ellos y golpeada de forma brutal hasta morir; acababa de cumplir 12 años.

De pronto se vio flotando en el cielo, y recordó aquellas palabras que Peter Pan le dirigió a Wendy


.- Piensa cosas maravillosas y ellas te elevarán por el aire.


Y escapó. Escapó volando dejando atrás aquel cuerpo de niña mancillado, roto por la desesperación y por el trabajo. Olvidó aquellas bestias que minutos antes habían saciado sus instintos con ella, y con una sonrisa, de la mano de su vieja profesora Sor Dominique, acompañada de Peter Pan, Wendy, campanilla y la pandilla de los niños perdidos , puso rumbo hacía el país de nunca jamás.

jueves, 31 de julio de 2008

EL HIMNO


A sus 16 años, Carmen estaba subida en aquel cajón, rodeada de sus amigas, oyendo el himno nacional, con la mirada localizó a lo lejos a sus padres, al tiempo que recordaba cómo había llegado hasta allí.

Hacía más de 12 años que, revolviendo en el trastero de su casa, encontró un antiguo tutú y unas zapatillas de puntas todas desgastadas, se los puso y bajó al salón de su casa, empezó a dar saltitos y a intentar ponerse de punteras, lo había visto hacer a otras niñas en un programa de TV un sábado por al mañana. María, su madre, le recriminó:


.- Anda, trasto, que te pasas el día revolviendo, ¿dónde has encontrado eso?

.- En el baúl grande que está en el trastero. ¿De quién es, mamá?

.- Era mío, durante un tiempo di clases de ballet y formé parte del ballet infantil del Teatro Campoamor. Allí me llevó tu abuelo, a quien le encantaba el ballet.

.- ¿Y yo puedo estudiar ballet, mamá?

.- No, tú tienes que estudiar una carrera y dejarte de fantasías.

.- Pero tú estudiaste una carrera y ballet.

.- No, yo sólo hice Magisterio. Si, en vez de tantas fantasías, hubiera sido más práctica, hubiera hecho Filosofía y Letras.

.- Y qué mamá… hiciste lo que te gustaba y no te ha ido mal.

.- No, no me ha ido mal, pero no hice lo que me gustaba. Tú debes estudiar y ser más práctica que yo.

Carmen protestó, protestó y protestó, pero todo fue en vano, su madre no la dejó estudiar ballet. Sin embargo, en el colegio de Santa María del Naranco en el que estudiaba Carmen, se impartían unas clases especiales de gimnasia rítmica, no era ballet, como quería Carmen, pero en algo se asemejaba. Esto tampoco le gustaba a María que veía venir el problema, se llamara ballet o rítmica. Jaime, su marido, acabó convenciéndola de que aceptara la situación.

De aquella forma, Carmen empezó a hacer gimnasia, y, tanto progresó, tan bien se le daba y tanta afición tenía que su madre no se pudo negar a que se inscribiese en el Club Covadonga de Gijón, uno de los mayores especialistas en gimnasia rítmica de España.

Le encantaban los aros, la cuerda y las mazas; tenían peso, se podían agarrar, no requerían hacer un esfuerzo supremo para moverlos. Por el contrario, le costó dominar la cinta y la pelota; ambas necesitaban de una aparente ligereza de movimientos, pero, en el fondo, hacía falta una gran fuerza para lanzarlas o para que la cinta hiciese los dibujos precisos y no se arrastrase como una culebra moribunda por el suelo, y, todo esto, sin que la gimnasta reprodujera los movimientos de un camionero, sino los de una libélula. Carmen era muy directa y sincera de carácter, se le hacía difícil engañar. Las mazas se acercaban más a su forma de ser. La cinta, como la pelota, exigía una impostura que le resultaba más complicada de lograr. Sin embargo, con mucho trabajo y tenacidad llegó a dominarlas. Durante ocho años, todas las tardes y fines de semana, se desplazó, acompañada por sus padres, de Oviedo a Gijón para dedicarse con gran empeño a la gimnasia.

Una tarde de 2006, la preparadora llamó a los padres de Carmen. El grupo Covadonga iba a participar en un campeonato, a celebrar en Madrid, del cual saldría el equipo nacional que competiría en las olimpiadas de Pekín. María opuso toda la resistencia que pudo, le preocupaban los estudios de la niña y su alimentación. Sabía lo exagerados que eran los preparadores de gimnasia con el peso, y no quería eso para su hija. Al final, no tuvo más remedio que ceder. Carmen fue seleccionada para formar parte de la competición por equipos. Dos años concentrada en Madrid, entrenando ocho horas al día, controlando la comida, pasando hambre y estudiando a salto de mata. Sin fiestas, sin salidas con las amigas, sin ver la playina de Gijón que tanto le gustaba…

Dos años de grandes sacrificios…pero lo había logrado. Allí estaba, en lo más alto del podium, oyendo el himno nacional. El equipo español había logrado el Oro tanto en la competición obligatoria, de aros y cuerdas, como en la libre, con cintas y mazas. Dos medallas de oro que Carmen colocó en el cuello de su padre y su madre. Ambos, emocionados, no podían hablar. Carmen lo hizo por ellos: “Estoy muy feliz, he conseguido lo que quería, pero creo que tenéis razón, esto no puede ocupar toda una vida. Dejo la gimnasia”


Mercedes.


( Mi agradecimiento por haber mandado un texto tan lindo)





domingo, 27 de julio de 2008

LA SONRISA DE MONA LISA



.-Carlos, sitúate un poco más a la izquierda.


Cámara en mano me dispuse a hacer la fotografía de Carlos junto a la piedra que contenía el código de Hammurabi, esperé pacientemente a que una caterva de turistas despejaran el espacio que se interponía entre nosotros y ¡clic!

Era nuestro primer viaje después de conocernos y París nos pareció un destino romántico, para nosotros aquello era algo así como un viaje iniciático. Habíamos reservado una habitación en un pequeño hotel del distrito de Montmartre, a los pies de la basílica del Sacré Cœur”, igual que el resto de los mortales que dan con sus huesos en la ciudad de la luz, Carlos y yo destinamos el primer día para desbrozar sala por sala y colección por colección el museo de Louvre. Todo se inició cuando penetramos en la sala donde se exponía la Gioconda, entre la multitud estaba él, un muchacho de facciones árabes que me sonreía. Al principio creí que se trataba de un error de percepción, miré a mi alrededor buscando el destinatario de esas miradas, pero no había confusión posible, definitivamente era yo. Le dí la vuelta al grupo que observaba la obra cumbre de Leonardo, pero mi vista no dejaba de acudir a su cita clandestina con aquellas oscuros ojos de mirada magnética, y su sonrisa me perseguía allá donde yo estaba. De repente, con la osadía de un pirata berberisco se acercó, y acariciando mi mano, mientras Carlos seguía absorto fotografiando desde todos los ángulos posibles el cuadro de La Mona Lisa, me susurró unas palabras en francés y me cogió del brazo acompañándome fuera de la sala.

No me podía creer que estuviera siguiendo a un desconocido por los pasillos del Louvre, Carlos no me vio salir, y yo, de forma autómata corría junto a aquel muchacho en dirección a ninguna parte. Traspasamos a toda velocidad las salas de arte islámico, su mano era fuerte como una poderosa garra, pero su tacto suave y delicado. Pasamos junto a la Victoria alada de Samotracia mientras mi enigmático anfitrión me seguía hablando en francés al oído, yo intentaba explicarle que no entendía una palabra, pero él cada vez me hablaba con un tono más cálido y excitante. Al llegar a una pequeña sala de lienzos franceses del siglo XVIII se acercó a una puerta, sacó de su bolsillo una llave, la abrió y penetramos en un corredor estrecho que nos condujo a una sala llena de cuadros almacenados y cubiertos con plástico protector.

Nos fundimos en un beso infinito, sus susurros eran como una melodía que me hipnotizaba pausadamente, sus caricias me envolvían como un suave tisú de seda en aquella cámara repleta de obras de arte descatalogadas. Hicimos el amor como dos salvajes desconocidos y al final recuerdo que una sensación de intensa suciedad se apoderó de mi, un sentimiento de culpabilidad probablemente fruto de mi educación católica. Recuerdo que gritó que se llamaba Hammed mientras yo huía avergonzada por el corredor hacía la sala de lienzos franceses. Abrí la puerta y me confundí entre los visitantes, recorrí las salas en dirección a la recepción y allí estaba Carlos hablando con unos empleados, hacía más de dos horas que yo había desaparecido.

.- ¡Por Dios Esther estaba a punto de ir a la Gendarmerie! ¿se puede saber donde te habías metido?

Tuve que mentirle y darle tantas explicaciones que aún hoy dudo si realmente me creyó, lo cierto es que nunca más volvimos a hablar del tema. Veinte años después tenemos tres hijos maravillosos y una vida de convivencia común relativamente feliz. Han existido más Hammeds, de hecho aquella extraña experiencia se apoderó de mí, y cada cierto tiempo siento la irrefrenable necesidad de buscar algún Hammed anónimo al que conquisto con la sonrisa de Mona Lisa. La sucia sensación sigue recorriendo mi cuerpo cada vez que caigo de nuevo, nunca les vuelvo a llamar, ni siquiera sé en la mayoría de los casos cual es su nombre, pero un fragmento de su alma pasa a formar parte de mí para siempre.