martes, 23 de noviembre de 2010

EL EXORCISTA.




El padre Javier se santiguó aquella mañana antes de incorporarse de la cama, se levantó despacio y se acercó al espejo del pequeño lavabo ubicado en la esquina de su habitación. Vio reflejada la imagen de un hombre viejo, más que por los años, por los avatares de una vida dedicada al ministerio del sacerdocio, y  por las  renuncias y las cargas asumidas en los votos de pobreza y obediencia. Cuarenta años en misiones habían marcado la vida de un hombre que intentaba ahora vanamente entender como había llegado a esa encrucijada. Otros tres recluido de forma prematura en aquella residencia donde acababan sus días los curas retirados, le permitieron meditar largas horas y  hacer repetitivos exámenes de conciencia día tras día, para llegar siempre a la misma conclusión.

Desayunó  e inmediatamente se sumergió en el estudio del Flagellum Dæmonum,  un viejo tratado de 1606  sobre posesiones demoníacas. Durante los largos años en Brasil, había visto y practicado, siempre con permiso del obispo,  decenas de exorcismos, algunos no eran más que episodios de locura; trastornos bipolares, esquizofrenias sin tratar… pero él mismo pudo ver en dos ocasiones la cara del maligno surgido del averno, reflejada en el rostro de aquellos desgraciados. Los dos acabaron con la muerte del poseído, dado que rara vez el demonio deja escapar a su víctima, y aún en esos casos, esta sufriría terribles secuelas físicas y psíquicas de por vida.

Arrodillado frente a la imagen de la Santísima Virgen se dispuso a rezar  durante unos minutos, consciente de que la tarea que iba a emprender sería la última de su vida, y que la batalla que libraba con el mal,  aquella mañana llegaría a su fin. En ese momento recibió un sms en su teléfono móvil y comprendió que había llegado el momento. Bajó raudo las escaleras de la residencia dirigiéndose a la estación de autobuses, y  esperó impaciente el transporte que le llevaría a su destino; un barrio del extrarradio de la ciudad.  Una vez allí  se dirigió hacia el descampado,  por un pequeño sendero se acercó hasta una cabaña construida de cañas y ramas entrando en su interior, y allí estaba él.

Como cada día le esperaba fumándose un cigarrillo,  detrás de la apariencia angelical del efebo se escondía el temible Belcebú, que le tentaba con los pecados de la carne. Tendría unos 13 años, aunque nunca le preguntó la edad, solo le introducía un billete de veinte euros en el bolsillo del pantalón mientras le acariciaba. Había recorrido con sus viejas manos aquel cuerpo de niño cientos de veces,  y cientos de veces se arrepentía de su crimen. Él chico desabrochó los botones del pantalón del sacerdote con una triste sonrisa y se dispuso a entregarse a los juegos que el padre Javier le había enseñado en los últimos dos años.De pronto la sonrisa se trocó en una mueca de asombro mientras el cuchillo que empuñaba el sacerdote seccionaba su yugular y la sangre se extendía por el interior de la barraca.

.- San Miguel arcángel, defiéndenos en la batalla; contra las maldades
y las insidias del diablo sé nuestra ayuda. Te lo rogamos suplicantes: ¡que
el Señor lo ordene! Y tú, príncipe de las milicias celestiales, con el poder
que te viene de Dios, vuelve a lanzar al infierno a Satanás y a los demás
espíritus malignos que vagan por el mundo para perdición de las almas


Una vez realizada la alocución, el sacerdote se arrodilló frente al niño y con lágrimas en los ojos le absolvió de todos sus pecados. Más tarde marcó el número de la policía y les indicó el lugar donde le encontrarían.