lunes, 20 de diciembre de 2010

EL ANIVERSARIO DEL HUERFANO



Cada año por estas fechas observo la enorme cantidad de gente que deambula de tienda en tienda, colapsando los centros comerciales de las grandes ciudades, y me sorprendo al observar la decoración navideña, con miles de bombillas de neón iluminando las calles y centenares de Santa Klaus de pega ejerciendo de promotores comerciales para distintas firmas y negocios. Es un ejercicio que indefectiblemente realizo año tras año con el objetivo de intentar comprender qué mueve a tantos seres humanos en ese loco afán consumista en unas fiestas que deberían ser el paradigma del recogimiento y la humildad.

Como todos los veinticuatro de Diciembre he salido de casa para dirigirme a mis ocupaciones habituales, recorriendo en el metro los escasos dos kilómetros que me separan del centro de Barcelona, dentro de un vagón abarrotado de miradas paradójicamente tristes para estas fiestas. Incluso los niños ignoraban la música de los villancicos que sonaban por el hilo musical del convoy. Desde la estación de Sagrera, dos inmigrantes rumanos vestidos torpemente de Papá Noel han entrado para mendigar entre los asientos ante la indiferencia general.

En el exterior un hormiguero incesante de personas va y viene entre El Corte Inglés de Plaza de Cataluña y el centro comercial FNAC situado en la otra acera. Riadas de gente bajan o suben, según se mire, por las ramblas. Me confundo entre ellos como un ciudadano anónimo más, y bajo lentamente en dirección al mar. Por el camino presto atención a las estatuas humanas que desafiando el frío de la tarde, eufemísticamente ofrecen su espectáculo a cambio de la limosna de los turistas, y a unos metros un corrillo de pícaros se arremolinan alrededor de una caja trilera con la aviesa intención de timar a algún guiri despistado.

Del interior de una franquicia de Zara se escapan fugaces las notas de "El tamborilero". Siempre me ha parecido la canción de Navidad más bonita, la que representa el espíritu esencial de la celebración. No me pregunten por qué, pero me acuerdo de las palabras que Nietzsche dejó escritas en “Así habló Zaratustra” en relación a la muerte de Dios. Siempre pensé que aquel trabajo pecaba de vanidad y erraba en el diagnóstico, pero a día de hoy ya no estoy tan seguro de ello.

Giro por una bocacalle del raval y llego a mi destino. Me abre Lucía, como prefiere que la llamemos todos, una monja carente de hábito, y no por ello de su condición, y con cara de satisfacción me conduce al comedor donde me muestra la mesa adornada para la cena de nochebuena. Ataviada con una camisa blanca y unos vaqueros sale a mi encuentro Isabel, otra de las hermanas oblatas que trabajan en el centro, y cuyo entusiasmo nos contagia a todos. Más tarde empiezan a entrar las mujeres que cenarán hoy con nosotros; una docena de prostitutas, en su mayoría, que ejercen en el barrio; toxicómanas, transexuales y mujeres que han perdido toda capacidad de inserción en la sociedad por si mismas. Existe más ilusión y espíritu navideño en los ojos de esas mujeres que esperan impacientes el momento de sentarse y disfrutar de aquella sencilla cena que las hermanas Lucía e Isabel llevaban preparando durante toda la tarde, que en los miles de personas que en el exterior seguían certificando la anunciada muerte de mi padre.

Descorcho una botella de cava y lleno a cada una su copa, mientras Lucía sirve la sopa y la carne del cocido. Corto unas rebanadas de pan y lo voy repartiendo entre las doce mujeres, que me miran con ojos de felicidad, esta vez sin decirles nada, y bendecimos la mesa como cada día. Lucía se acerca llorando, me da un beso y se sienta a mi lado procediendo a leer el evangelio antes de empezar a cenar, como les dejé dicho hace mucho tiempo.