domingo, 13 de diciembre de 2009

LO SUSCRIBO.



No me ha sido muy difícil tomar una decisión de lo que habría podido hacer hoy ante la convocatoria de las consultas sobre el hipotético Estado catalán en el supuesto que tuviera derecho a voto. Sin ninguna duda, habría votado que sí. Por tres motivos. En primer lugar, votaría reactiva y afirmativamente aunque solo sea para tocar los huevos a una España que no me gusta y a la que nadie, desde la propia España, intenta hacer callar. En segundo lugar, porque encuentro de una gran salud cívica que la gente se dedique a montar urnas y no vaya por la vida con la goma 2 por delante. Y en tercero, porque no me gusta que haya nadie que me diga quién soy, cuáles han de ser mis sentimientos respecto a mis semejantes, de dónde viene mi familia y a dónde va la lengua en la que hablo.
En el fondo, se trata de un conflicto de raíces. Por una parte, la raíz de una hispanidad invasiva que se refleja en un manual de valores patrióticos que distinguen el bien y el mal. Por otra, la raíz humillante de formar parte de un territorio cuyos ciudadanos cumplen las reglas que les dictan y tienen la sensación de ir por la vida pidiendo la limosna de la comprensión. Mi vida personal no se verá afectada por el resultado. Pero es el único instrumento del que dispongo para salir con dignidad de la celda de castigo moral en la que, como catalán, me encuentro.
Lo digo sin paranoia ni ganas de confrontarme con tantos amigos que han renunciado a ponerse en mi lugar. No soy nacionalista, ni catalán ni español, porque estoy convencido de que los nacionalismos se aprovechan de las legítimas pulsiones colectivas para mantener las diferencias entre la gente con poder y la sometida al poder. No estoy convencido, en cambio, de que tanta alharaca nacional, en España o en Catalunya, no pueda desembocar en odios artificiales y en extraños valores segregacionistas. La nación existe, pero los que la defienden mueven más al escepticismo que al entusiasmo.
Hasta ahora creíamos que otra España era posible. Y los adalides de la España centrípeta no están por la labor. Existe una España de la que sería una pena prescindir. No es la España de la uniformidad, sino la diversidad. No es la España que hace ver que no ve, sino la que podría ver el mundo con los ojos múltiples de todas las Españas por poco que se sacara de encima el rastro inquisitorial que la conforma. Tanta energía en el insulto y el ninguneo podría canalizarse hacia la concordia y la comprensión. La España real hoy es un espejismo de la España posible. Y para que haya una España distinta y posible a veces conviene ir a votar lo que en teoría no conviene. Entre todos nos han llevado a esa curiosa paradoja.


JOAN Barril
PERIODISTA Y ESCRITOR