viernes, 27 de marzo de 2009

SALOMÉ

Mario era una de aquellas personas que siempre cumplía lo que prometía, un hombre de palabra. Podría decirse de él que sería el yerno perfecto que toda suegra querría para su hija; servicial, trabajador, no se le conocía vicio alguno, con un empleo fijo en una conocida cadena de grandes almacenes y además un cocinero excelente. Quizás el único defecto, si a la edad podemos considerarla un hándicap, era que había traspasado el umbral de la cuarentena y seguía soltero, circunstancia que su difunta madre le había reprochado en multitud de ocasiones, sin que el pobre Mario hubiera podido darle en vida la satisfacción de presentarle una novia formal.

Aquella tarde, Mario recordaba las palabras que mamá le había dirigido en su lecho de muerte, sin duda presa del pánico al observar que dejaba a su único hijo solo, sin una mujer que cuidara de él como ella había venido haciendo toda su vida:

.- Mario, cuando encuentres a la mujer que ha de acompañarte en el largo camino de la existencia, procura ser atento, colmarle de atenciones y cariño, concédele todos sus deseos. Que no sufra lo que yo tuve que padecer con tu padre, un hombre que nunca tuvo el más mínimo detalle, y que convirtió nuestro matrimonio en un vía crucis permanente.

El padre de Mario había fallecido unos años atrás a causa de una cirrosis que dejó su hígado como un queso Gruyere. Siempre fue un bala perdida, incapaz de mantener más de 3 meses seguidos el mismo trabajo, aficionado al juego y la bebida nunca se ocupó de su esposa, ni mucho menos de su hijo, al que consideraba un gilipollas de manual. Fue de esa clase de hombres capaces de vivir del trabajo de la mujer hasta conseguir aprovecharse de la remuneración de su vástago, una vez este último empezó a trabajar en aquel departamento de pequeño electrodoméstico en el que gracias a Dios, y porque no decirlo a sus indudables méritos, había progresado para llegar a ser segundo jefe de sección. Quizás debido a la mala vida recibida por parte de su progenitor, Mario siempre fue un chico responsable al que prematuramente la suerte le adjudicó el papel de cabeza de familia “de facto” y alma proveedora de la casa, y por ello, en todo momento evitó reproducir los vicios paternos que tuvo que padecer desde la infancia.

Pero como Dios aprieta pero no ahoga, la casualidad quiso que la chica de sus sueños apareciera una mañana acompañada de su jefe.

.- Mario, esta es Salomé, la nueva dependienta. Viene de la sección de pescadería, por tanto no tiene ni puta idea de lo que es una tostadora, y mucho menos un máquina depiladora. Haz lo que puedas con ella, a ver si en una semana es capaz de venderle un ventilador a un pingüino.

Se fue tarareando el estribillo de aquella canción que ganó “ex equo” el festival de eurovisión del año 1969,

“desde que te he visto que yo vivo cantando ¡eh! vivo soñando ¡eh!”.

Don Heliodoro era de aquellos jefes de la antigua escuela, un hombre amargado por no haber podido ascender a Jefe de Planta, puesto al que se había presentado indefectiblemente los últimos 15 años sin ser elegido para tal cometido. A sus muchas limitaciones como responsable del departamento, se tenía que añadir un cinismo aderezado con pequeñas gotas de maldad, un amargo elixir que había empujado a dejar el trabajo a decenas de empleados que no le habían caído en gracia. Daba la impresión que Salomé tenía todos los números para ser su próxima víctima.

Salomé era una mujer que pasaba desapercibida a los ojos del género masculino a excepción de Mario. Si se la tuviéramos que definir, podríamos decir que era algo entrada en carnes, de pequeña estatura y facciones “picasianas”, de edad comprendida entre los cuarenta y pocos y cincuenta y tantos, y aunque hacía ya unas semanas que había sido traslada de la sección de pescadería, desprendía un fuerte aroma a bacalao curado, motivo que encabronaba aún más a Don Heliodoro. Lo cierto es que la atracción de Mario hacía Salomé se vio recompensada desde el primer momento y ambos empezaron una seria relación sentimental pese a las chanzas de sus compañeros.

Don Heliodoro, a pesar del vínculo afectivo entre Mario y Salomé siguió haciendo la vida imposible a la pobre mujer día tras día, cualquier instrucción era emitida en un tono de voz ostensiblemente más alto que a sus compañeros, los trabajos monótonos eran siempre adjudicados a Salomé, y las tareas de limpieza del almacén le habían sido asignadas a perpetuidad. Salomé aceptaba resignada el rol, pero el acoso del jefe no pasaba desapercibido a los ojos de Mario, que en más de una ocasión, a pesar de su buen talante había mostrado su descontento en las reuniones de coordinación comercial.

El día de la onomástica de Salomé, Mario recordó las palabras de su difunta madre, y quiso obsequiarle con una agradable sorpresa. Le había invitado a cenar en su casa, y haciendo gala de sus extraordinarias dotes de cocinero preparó con todo esmero la cena; cortó en juliana unas verduras, salteó unas setas en la sartén y fileteó en pequeños escalopines aquella carne que llevaba todo el día macerándose en una bandeja con diversas hierbas aromáticas, una vez salpimentada y flambeada con una copa de coñac francés, preparó un tremendo estofado. Cuando llegó su amada, la mesa estaba dispuesta con unas velas, un centro de rosas rojas, un pica-pica de gambas, tostaditas de foie-gras, jamón de bellota, almejas gallegas y una botella del mejor cava que se mantenía fría en la cubitera. Cenaron todos aquellos manjares que había preparado, con mención especial para el estofado, en palabras de Salomé, la mejor carne que había comido jamás.

.- Bueno, ahora la sorpresa:

en ese momento Mario pidió a Salomé que cerrara los ojos, y fue a buscar una bandeja de plata a la cocina, cuando permitió que los abriera destapó la tapa y allí estaba la cabeza de Don Heliodoro mirándoles con ojos de asombro. En la cavidad craneal Mario había dispuesto una excelente mouse de sesos aderezada con una reducción de Jerez dulce y frambuesas.

.- Si te ha gustado el estofado de Don Heliodoro, con este postre te chuparás los dedos.

Otra clase de mujer se hubiera desmayado o habría salido corriendo, pero Salomé hacía semanas que soñaba con aquel deseo, y así se lo había pedido en varias ocasiones . Ella estaba segura que un hombre tan cumplidor como Mario no le iba a fallar. Sonrió complacida e introdujo la cucharilla en aquel delicioso postre haciéndole el primer honor.

Mario eligió una selección de boleros de su discoteca particular y se dispuso a vivir la noche de su vida.