Debido a una crisis de inspiración, y por qué no decirlo, a la falta de tiempo y dinero, les cuelgo una reposición del relato remasterizado y corregido, que con gran éxito de crítica y público colgué hace ya más de un año. Disculpen el atrevimiento.
Federico era un imbécil de manual.
Al nacer se propuso no llorar porque había escuchado en alguna serie de televisión desde el útero materno, que los hombres no lloran delante de las mujeres. La enfermera a instancias del médico le iba dando palmadas en el culo para que emitiera sus primeros sonidos:
.- Dele más fuerte enfermera.
.- Doctor este niño no llora, no le puedo azotar más.
.- ¡Péguele mujer, péguele!
Ni las comadronas más veteranas habían visto jamás una paliza semejante en el hospital materno. Su pobre madre lloraba desconsoladamente espatarrada en la mesa de partos:
.- Hijo mío llora… ¡llora idiota, llora!
Y Federico empezó a llorar, y tanto que lloró que no paró durante los tres primeros años, convirtiendo la vida de sus padres en un auténtico infierno. De día, de noche, a la hora de comer... los berridos se escuchaban en todo el barrio.
En el colegio sus dotes de gaznápiro eran bien conocidas, pero si algún episodio se recuerda es aquel en el que Federico, un día ventoso, apostó ante el jolgorio general de sus compañeros que su meada podría con la fuerza del viento de levante. En Cádiz, aún hoy se cantan chirigotas por carnaval sobre la desafortunada apuesta:
Apostaba el tonto de Federico
que con el viento podría el pito… ( tururututú)
Y girándose hacia el Levante
sacó la chorra y lanzó el chorrito… ( tururututú)
Tuvo varias novias, aunque ninguna le duró más de unas semanas. Solo aquella chica que conoció en un concierto de Víctor Manuel fue capaz de aguantarle, y tras un breve noviazgo se casaron.
“Solo pienso en ti. Juntos de la mano, se les ve por el jardín.”
Resu, que así se llamaba su sufrida esposa, un día llamó a una amiga para contarle sus desventuras:
.- Ana, no puedo más. Me voy a divorciar de Federico. ¡Mira si fui idiota cuando me casé con él!
Su amiga la consolaba como buenamente podía:
.- Los dos, los dos sois idiotas, no te olvides de él, cariño.
El pobre Federico se volvió a quedar solo en la vida, y entró en una profunda depresión que le llevó a perder el trabajo. Cuando el Director de Recursos Humanos de la empresa le pidió al Director General que le indicara la causa del despido, su respuesta no admitía dudas:
.- Pon en la carta, “por gilipollas”.
A pesar de la escasez de neuronas del cerebro de Federico, este no era todavía tan tonto como para quedarse de brazos cruzados ante semejante injusticia; así que recurrió a los Tribunales. El Juez de lo Social a la vista de las alegaciones de las partes, y muy en especial de la declaración del pobre Federico, confirmó el despido declarándolo plenamente procedente, e imponiéndole las costas por haber interpuesto una demanda de forma temeraria.
La depresión le condujo a la locura siendo internado en un Centro Psiquiátrico. Los últimos años de su vida los dedicó a la noble dedicación de entretener a los internos crónicos en estado vegetativo; cada tarde dirigía sus pasos a la sala “Despertares” para leerles una recopilación de las mejores poesías y relatos que había ido escribiendo a lo largo de su vida. Tras mucho tiempo el trabajo de Federico dio sus frutos; un pobre muchacho que desde hacía quince años botaba compulsivamente una pelota de baloncesto en un rincón de la sala, se la tiró a la cabeza, y un enfermo paralizado movió lentamente sus manos hacia la garganta de su infortunado benefactor, apretando fuertemente hasta acabar con él.
Federico murió, pero su ejemplo perdura en nuestra sociedad, y es imitado por decenas de miles de Federicos que de forma altruísta andan haciendo el imbécil sin pedir a cambio por nuestra parte más que una pequeña sonrisa compasiva.
Federico era un imbécil de manual.
Al nacer se propuso no llorar porque había escuchado en alguna serie de televisión desde el útero materno, que los hombres no lloran delante de las mujeres. La enfermera a instancias del médico le iba dando palmadas en el culo para que emitiera sus primeros sonidos:
.- Dele más fuerte enfermera.
.- Doctor este niño no llora, no le puedo azotar más.
.- ¡Péguele mujer, péguele!
Ni las comadronas más veteranas habían visto jamás una paliza semejante en el hospital materno. Su pobre madre lloraba desconsoladamente espatarrada en la mesa de partos:
.- Hijo mío llora… ¡llora idiota, llora!
Y Federico empezó a llorar, y tanto que lloró que no paró durante los tres primeros años, convirtiendo la vida de sus padres en un auténtico infierno. De día, de noche, a la hora de comer... los berridos se escuchaban en todo el barrio.
En el colegio sus dotes de gaznápiro eran bien conocidas, pero si algún episodio se recuerda es aquel en el que Federico, un día ventoso, apostó ante el jolgorio general de sus compañeros que su meada podría con la fuerza del viento de levante. En Cádiz, aún hoy se cantan chirigotas por carnaval sobre la desafortunada apuesta:
Apostaba el tonto de Federico
que con el viento podría el pito… ( tururututú)
Y girándose hacia el Levante
sacó la chorra y lanzó el chorrito… ( tururututú)
Tuvo varias novias, aunque ninguna le duró más de unas semanas. Solo aquella chica que conoció en un concierto de Víctor Manuel fue capaz de aguantarle, y tras un breve noviazgo se casaron.
“Solo pienso en ti. Juntos de la mano, se les ve por el jardín.”
Resu, que así se llamaba su sufrida esposa, un día llamó a una amiga para contarle sus desventuras:
.- Ana, no puedo más. Me voy a divorciar de Federico. ¡Mira si fui idiota cuando me casé con él!
Su amiga la consolaba como buenamente podía:
.- Los dos, los dos sois idiotas, no te olvides de él, cariño.
El pobre Federico se volvió a quedar solo en la vida, y entró en una profunda depresión que le llevó a perder el trabajo. Cuando el Director de Recursos Humanos de la empresa le pidió al Director General que le indicara la causa del despido, su respuesta no admitía dudas:
.- Pon en la carta, “por gilipollas”.
A pesar de la escasez de neuronas del cerebro de Federico, este no era todavía tan tonto como para quedarse de brazos cruzados ante semejante injusticia; así que recurrió a los Tribunales. El Juez de lo Social a la vista de las alegaciones de las partes, y muy en especial de la declaración del pobre Federico, confirmó el despido declarándolo plenamente procedente, e imponiéndole las costas por haber interpuesto una demanda de forma temeraria.
La depresión le condujo a la locura siendo internado en un Centro Psiquiátrico. Los últimos años de su vida los dedicó a la noble dedicación de entretener a los internos crónicos en estado vegetativo; cada tarde dirigía sus pasos a la sala “Despertares” para leerles una recopilación de las mejores poesías y relatos que había ido escribiendo a lo largo de su vida. Tras mucho tiempo el trabajo de Federico dio sus frutos; un pobre muchacho que desde hacía quince años botaba compulsivamente una pelota de baloncesto en un rincón de la sala, se la tiró a la cabeza, y un enfermo paralizado movió lentamente sus manos hacia la garganta de su infortunado benefactor, apretando fuertemente hasta acabar con él.
Federico murió, pero su ejemplo perdura en nuestra sociedad, y es imitado por decenas de miles de Federicos que de forma altruísta andan haciendo el imbécil sin pedir a cambio por nuestra parte más que una pequeña sonrisa compasiva.
6 comentarios:
:)
jejejejee pues como no lo leí antes... me gusta!
Abrazos...
jajaja...gracias por rescatar el relato...buenísimo.
María
Jejeje, lo leí hace algún tiempo pero está genial que lo recuperes :)
los restos de mis alimentos han sido también conservados con papel film, como ese tronchete humano que ilustra su post.
feliz viernes y que aproveche.
Gracias por volver a traerlo aquí, así hemos podido conocerlo algunos, entre otros, yo.
Te agradezco el que participes en la iniciativa del día 8 publicando un post sobre la convivencia, ese dia muchos blogs nos uniremos.
Saludos.
Publicar un comentario